Broggi, Felisa
Cecilio y Adela eran hermanos y nuestros amigos. Casi todos los días nos veíamos. Eran años de niñez, de juguetes compartidos, de peleas, de reencuentros. Nos hicimos “grandes”, Cecilio se fue a Tucumán a estudiar y nosotras seguimos su ejemplo, aquí, en Santiago del Estero. El tiempo pasó: amores, ambiciones, enojos, noviazgos. Adela y la tercera de mis hermanas, Elena, se hicieron inseparables; nuestra familia se redujo (falleció nuestra madre y se casaron dos de mis hermanas, Elena era una de ellas).
De Cecilio sabíamos algunas cosas. A veces volvía a su tierra como un poeta desvelado: delgadísimo, suelto traje oscuro, hermosos ojos negros resaltando en la tez blanca y sus ideales de libertad incólumes en su palabra y en su cuerpo. Nos provocaba su atrevimiento y, también, su timidez de adolescente imberbe; nos parecía un pequeño gran coloso entre tantas mujeres que lo rodeábamos (su madre, su hermana y nosotras, amigas de Adela). Algunas de las chicas del barrio nos aventurábamos a soñar: éramos su novia, su esposa, la madre de sus hijos.
Un día una tristísima noticia nos golpeó: habían encarcelado a nuestro héroe. Con la enfermedad de mamá no nos enteramos de las escaramuzas de su detención, sí del golpe que, en el pecho y con toda la fuerza ciclópea de la dictadura militar –negra y odiosa-, recibimos: Cecilio había muerto.
Muchos años después, un millón de años más tarde, se supo la verdad que todos en nuestro barrio de niñez y adolescencias golpeadas siempre supimos: había sido fusilado, como lo fue nuestra inocencia.
Esta es una ofrenda, tardía pero homenaje al fin, para todos los que le hicieron cosquillas a un régimen que mucho mal le hizo a nuestro país. Cecilio Kameneszky descansa en paz.