Anderson Imbert, Enrique
Ese olmo tenía unas iniciales grabadas en la corteza: sin duda, la firma del poeta que lo creó.
Solo, cerca del río, recordaba su vida: un gran envión desde la semilla hasta la flor más alta, flor que prolongaba la ascensión al difundir su fragancia. Hubiera querido seguir subiendo como ese otro árbol, el de humo, el que se formaba cada vez que quemaban sus hojas secas...