Borges, goalkeeper

Publicado en: 100 Textos de Fútbol

Ferraiolo, Nicolás

En un seminario que desplomaría su imagen de límpido elitista, Borges deleitó a más de mil oyentes con su experiencia como arquero. No sabemos ni si su historia es cierta, ni si fue contada por él o suma a la larga lista de apócrifos borgeanos. La transcribimos a continuación, a los efectos de una justa difusión de toda la cultura. Albricias.

Es fama que a los primeros arqueros ingleses se los recuerda por su seguridad, por su personalidad, por sus salidas airosas, por su voz de mando al ordenar la defensa, por sus días terribles y heróicos, por sus errores o hazañas… No me atrevería a asegurar que el arquero es el primero en ser olvidado, no. Es más, hace tiempo que se estila apreciar su fervoroso festejo cuando hay gol a favor, relegando a un segundo lugar el clásico abrazo del hacedor del tanto, como si el espectador fuera un Dios divertido al divisar los efectos en China de un pedo en Afganistán. Todo esto es cierto, pero nadie sabe qué oscuridades auguran al que es esperado desde la cuna por el destino atroz de los guantes.

La infancia, como veo todos los aquí presentes sabemos, nos da esta increíble epifanía: uno no puede salirse de quien es, ni de qué le han dicho que debe ser. Puede surcar los límites, puede hasta oler la sal de otras orillas, mas jamás alcanzar a nado la libertad de escapar del yo.

Detestaba el arco más que a mi cuerpo, pero, así como dos desconocidos creen haberse cruzado por casualidad en alguna calle de Palermo cuando lo que sucedió es una cita, el puesto de arquero me esperaba a mí; y yo, misteriosa y sordamente, a él.

Bajo la Santísima Trinidad que es Palo, Palo y Travesaño, yacía aquel tímido cuerpo mío, relegado por sus compañeritos, habilidosos del balompié y bárbaros de la palabra, a la paradoja de Dios: mirarlo todo y estar en el mutuo vértigo de formar pate de ese todo. Me sentía sólo comprendido por mi alter-ego, el arquetípico arquero contrario de turno. Al ver al supuesto enemigo erguido, vestido y hasta sudado como yo, descubrí que algo nos unía. No era el amor al fútbol o la rivalidad. Sí era el espanto. Descubrí que divisar aquel inefable fantasma casi de hielo era ver la terrible verdad del espejo: sólo injuriamos lo que no queremos que se descubra de nosotros mismos.

La terrible simetría se revelaba a mis torpes ojos, escondidos tras guantes de vidrio: ambos equipos, al iniciar cada encuentro, divididos por una línea con infinita cantidad de puntos, eran las piezas de un ajedrez milenario, movidas por Cacho, el DT, que era movido por el organizador Pancho, que era movido por los Dirigentes de un lejano club de Suiza (donde estudié y olvidé el latín) que eran movidos por la cuota que pagaba papá.

Sí, la alegoría del fútbol con el ajedrez puede ser cierta: el rey, ubicado en el centro, en la última fila, y protegido por el cuantioso resto, es el de menor movimiento posible y el más importante de todas las piezas. Muerto el rey termina la partida, vencido el arquero (casi) seguro hay gol, perdición, sombra, polvo y olvido.

No sin terror entendía todo esto, quiero decir, descubría que el fútbol es un espejo, una alegoría humana de lo que no se comprende, de este vastísimo e incalculable Universo. No relataré las injurias, los ultrajes recibidos por ser hombre de letras, un hardleg. Sólo diré que el día que quedamos afuera de la primera ronda por mi culpa, comprendí que el maestro de la metafísica en la tristemente positivista Argentina, Macedónio Fernández, se equivocó al decir que la muerte debería ser el acontecimiento más baladí de la historia de un ser humano. Muerte que yo tanto anhelé en ese momento.

Todavía recuerdo avergonzado aquella esfera circular despistando (o justificando) mi torperza; todavía recuerdo el polvo de la canchita; todavía recuerdo cómo aborrecí a Zenón cuando la impiadosa pelota sí se movió del Nogol al Gol.

Mis ojos ciegos aún ven la escena, y aún ven estas lágrimas, pero tomé la precaución de quedarme ciego para no verlos a ustedes, riendo, seguramente, de esta, mi infamia. Pero en el laberinto de los recuerdos, sé que mi error (entre tantos otros de mis camaradas, porque mi equipo era todo inmerecido) será el más rememorado, el inmortal.

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