Ferraiolo, Nicolás
Aquel día el mocoso supo lo que iba a pasarme. Lo hizo con malicia, con intención. Habrá sido su primera burla a la humanidad. Se caía, se levantaba, lloraba, reía dos segundos para llorar más, se golpeaba todo y mucho (me descubrí tres veces moviendo los pies como si fueran los suyos, como si yo quisiera caminar por él; como pasa cuando miro fútbol, que quiero patear la maldita pelota del morfón de turno).
Algo había en los ojos del enano, algo cruel y oscuro sólo cuando los depositaba en mí, como si hubieran sido su herramienta para plantar la sospecha de que algo iba a pasarme, y no tiernos ojitos rojos y mojados de niño torpe y medio maricón. Mi mujer, insensible para captar la realidad, lloró de alegría al ver los primeros pasos de nuestro lindo hijito. Yo simulé una sonrisa nerviosa, el pánico.
Olvidé todo hasta que el fantasma volvió con un título de un diario cualquiera: “El caminar del bebé es una caída controlada”. Cerré ese diario y descubrí con terror que mi hijo estaba ahí, esperando, con diez años, una pelota en la mano y un lúgubre deseo de jugar conmigo. Dije “no” con la cabeza y me fui a acostar, casi corriendo (¿quién sabe con qué ojos diabólicos habrá mirado mi espalda alejándose?).
Pasaron años y todo va cobrando sentido. Perdí tres trabajos, me separé, bebí demasiado, perdí amigos entrañables, mi familia no me habla. Todo tejido por su maldición. Todo por su obsesión enfermiza de que yo vea que sus malditos tumbos, sus llantos, su constante caída devenida en torpe andar; que todo eso es la vida. Que toda la trunca vida es una caída controlada. Pero, ¿por qué a mí?