Aguirre, Mariángeles
Un café en un bar cualquiera. Tarde de sol y pájaros que regresan de latitudes más cálidas.
“Los pájaros volvieron, es su deber, esta es su casa” -pienso-.
De repente se quiebra mi tranquilidad.
Tengo que decirte algo…
“Tengo que decirte algo” -digo con voz sorprendentemente decidida-.
Veo a través de los cristales más pájaros volver de no sé dónde, y vuelvo la vista hacia vos.
Me mirás dulcemente.
Me concentro en tus ojos.
Tu mirada se vuelve ácida, interrogante.
Estoy a punto de decírtelo.
Me mirás fijamente.
Sabés que estoy a punto de decírtelo.
Las palabras se agolpan en el paladar.
Por mis venas circula un líquido cada vez más negro.
Creo que mi corazón bombea ya solamente cafeína.
El graznido de los pájaros tapa el murmullo del bar.
Temblor de tazas por un tranvía que gira en la esquina.
Un segundo después de tomar aire para hablar, digo algo como “…hay alguien…más…”, pero me tapo la boca con las dos manos en un acto reflejo, autoprotector.
Sé que me vas a clavar esa mirada si te lo digo.
Pero te vuelvo a mirar y tenés las manos apretadas en los oídos.
Sabés que te voy a lastimar si te lo digo.
Los ojos se me humedecen, esto duele… De repente ya no te veo, ¡no veo nada!
Tardo unos segundos en entender qué está pasando.
Alguien llegó y tapó desde atrás mis ojos con sus manos.
Nos quedamos así un eterno minuto: tus manos en tus oídos, las mías sobre mi boca y las de él tapando mis ojos.
Supongo que vos mirás atónito…
Yo escucho, pero… nadie habla.
Ya no hace falta que te lo diga…